jueves, 24 de marzo de 2011

Y entonces tuve que regresar por mi alma...


Eso me contó un amigo al recordar cómo había vivido el terremoto del 13 de enero de 2001 en El Salvador. Él iba en un autobús cuando al final de la mañana todo, literalmente todo, se estremeció. Pudo ver a través del vidrio cómo se levantaba la calle, como impulsada por una serpiente que se movía por debajo del asfalto. Todos saltaban dentro. Afuera, los vehículos se movían al ritmo de la calle y la gente salía espantada de sus casas, como buscando refugio lejos de paredes y techos. El terremoto duró unos segundos, pero para quienes los hemos vivido sabemos que se sienten eternos. Cuando el suelo dejó de moverse, el autobús en el que iba mi amigo siguió su marcha, hacia el centro de la ciudad. El motorista dijo a los pasajeros que no terminaría toda su ruta, que los llevaría al lugar más céntrico posible para que cada quien llegara a sus destinos. Dice mi amigo que las palabras del motorista le sonaron lejos, como al final de un tunel inmenso en el que había entrado desde que empezó el terremoto. Todo le parecía extrañamente lejano. Los sonidos, la gente, los movimientos. Siguió un par de cuadras en el autobús hasta que, como en un juego en el que se veía él multiplicado por tres, supo que su alma se había quedado en el lugar donde vivió el temblor y que ese, que veía sentado en el asiento, necesitaba recuperarla. En ese momento se bajó del autobús y desandó el recorrido hecho, hasta llegar al lugar exacto donde unos minutos atrás empezó todo. Sintió cómo la lejanía en la que se sentía fue desapareciendo. Los sonidos fueron recuperando el volumen; los movimientos de la gente y los carros ya no le parecían como en cámara lenta y sintió cómo recuperó el cuerpo y el alma que lo anima.

Cuando lo escuché, al principio no le creí nada, pero ver su mirada transportarse a ese momento y la forma tan vívida con la que lo recreaba, me conmovió profundamente. Mientras lo contaba, quienes lo escuchábamos ya no estábamos allí. Era él volviéndo a vivir todo. Nosotros solo éramos el pretexto para esa recreación.

Desde que escuché esa historia me preguntaba con curiosidad, pero también con miedo y respeto, cómo pudo sentir eso. ¿Qué se siente?, ¿es eso posible? Ahora, unos años más tarde, creo que también lo he vivido. Desde el 15 de noviembre de 2009 he estado viviendo lejos de mi país en un proyecto de vida lejos de mi mundo conocido y querido. Acá he aprendido nuevas cosas, he conocido nuevas gentes, he derrumbado unos cuantos mitos y me he conocido más a mi misma. Sin embargo, hasta hace un par de días recibí el documento oficial que acredita mi estancia acá por todo ese tiempo. Al tenerlo en mis manos, experimenté algo que se parece a lo que me contó mi amigo cuando vivió el terremoto. Sentí como si hubiera estado en un túnel donde las voces, los rostros, los viejos y nuevos conocidos pasaban, pero yo -aunque acompañada- los veía lejos, muy lejos de mi. No encuentro, por ahora, mejores palabras para describirlo, solo la certeza que me siento más segura, como la seguridad que pudo haber sentido mi amigo cuando regresó por su alma.



*Foto tomada del blog Lágrimas de azabache. Y como todo parece conspirar, les recomiendo el poema ´Siempre presentes´, que da sentido a la foto.

martes, 1 de marzo de 2011

¿Y el carrito de helados?




Estábamos Rubén y yo en el apartamento. Trabajábamos una tarde de viernes, con el sonido de fondo del carrito de helados, ese que pasa por los barrios para placer de los niños. Desde la ventana del comedor, que está en el centro del apartamento, podemos ver la calle principal del barrio. Las escenas más usuales son niños y niñas jugando entre los carros parqueados o en la cancha de voleibol del complejo. En general, este es un barrio tranquilo. Por eso, ver llegar un carro patrulla, un carro de bomberos y una ambulancia nos inquietó. Sus sirenas, esas escandalosas que me hacen recordar las noches más bravas en San Salvador, irrumpen cada cierto tiempo, pero generalmente no tienen como destino este barrio. Con el pretexto de ir al correo (una práctica habitual y casi vital en Estados Unidos), uno de los dos salió para tratar de adivinar qué pasaba; al menos saber a qué apartamento habían llegado. Nadie había salido a curiosear. En la calle solo los niños seguían jugando como si nada. Con la mirada fija puesta en el lugar de destino de la comitiva, Rubén tropezó con un niño en su bicicleta. Aprovechando el incidente le preguntó:
- Oye, tú sabes qué ha pasado?
- No, no sé, pero tú sabés dónde está el carrito de helados?

El Rubén, matemático irredento, no entendió la respuesta-pregunta del niño al principio. Superado el asombro tuvo que decirle, para desilusión del niño, que no sabía. Entre risas nerviosas regresó al apartamento a contarme la conversación con el vecinito. Los policías, los bomberos, los paramédicos y el vecino o vecina por el que había venido la comitiva pasó a un segundo plano. No supimos qué pasó con eso, solo aprendimos de una manera bien elocuente los mundos tan distintos que vivimos los niños y los adultos.

Mientras sacábamos la moraleja del asunto, vimos pasar al niño de la bicicleta, feliz, con su helado y al carrito musical alejándose en busca de otros niños para los que su llegada es un acontecimiento esperado.

Los dejo con un video de la banda New Politics. No puedo dejar de pensar en ellos al recordar lo que nos pasó ese viernes por la tarde.


* Fotografía "El primer carrito", Chema Conesa. ElMundo.es Magazine

New Politics - Dignity

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